martes, 23 de julio de 2013

OPINIONES

¿QUÉ HAY DETRÁS DE EL BULLI?
La delgada línea que separa la extravagancia del esperpento

Pepe Iglesias, desde España

Hace algunos años, la revista Club de Gourmets celebró su aniversario con una fastuosa fiesta a la que invitó a los que, según sus calificaciones, en aquel momento eran los cien mejores restaurantes de España.

Durante la cena, Juli Soler me anunció que había descubierto al diamante en bruto que haría que su restaurante, El Bulli, saltaría hasta lo más alto de la gastronomía mundial: Ferrán Adrià, un tímido cocinero con ideas extravagantes que pondría al revés todo lo hasta entonces conocido.

Fui, lo probé, y me dejó aturdido, pero no me gustó.

“¿Tú crees que esto va gustar tanto como para que la gente venga hasta aquí y pague esta salvajada?”, le pregunté a Juli, y este me respondió: “Esta es una operación de marketing a gran escala. Tenemos el suficiente respaldo económico como para mantener durante el tiempo que haga falta el restaurante con pérdidas. Cuando triunfe en los medios, venderemos muchas cosas”.

Cinco años después consiguieron la segunda estrella Michelin, al año siguiente publicaron su libro El Sabor del Mediterráneo, dos años después abrieron en Barcelona su empresa de catering (Bullicatering), y a partir de ahí la máquina empezó a dar rendimiento: banquetes, dirección técnica de restaurantes y cadenas hoteleras, publicaciones propias con tiradas Best Seller, alquiler de imagen, participación de empresas de alimentación… el delirio.

El gran proyecto que se escondía tras la fachada del restaurante El Bulli, había dado fruto. Y como fortuna llama a fortuna, en el 98 consiguieron la tercera estrella y El Bulli se convirtió en un santuario.

Ya no había que vender comida, ni dar de comer a los clientes: uno iba a El Bulli para tener una experiencia gastronómica, no para disfrutar comiendo. El Bulli se había convertido en una macro estructura financiera, editorial, alimentaria, ceramista, cultural y no sé cuántas cosas más, de la que el restaurante tan sólo era la cabecita del iceberg, la puntita visible, el cartelín de la fachada, un restaurante que gana dinero a manos llenas pero que si perdiese millones, tampoco pasaría nada, porque su imagen genera más beneficios que las amorosas sonrisitas de Beckham.

Juli Soler había triunfado. Había pulido su diamante en bruto hasta llevarlo a la portada del Times. Su gran proyecto de marketing había triunfado.

Pero, ¿se han fijado ustedes que desde que he empezado a hablar de El Bulli no he hablado de cocina?

La última vez que comí en El Bulli fue en 1999 y juré no volver a hacerlo, porque salvo unos tagliatele de gelatina de tartuffi, el resto de los platos me parecieron absurdos, incluso alguno deplorable, pero entre los críticos que participaban de aquella mesa, hubo algunos que levitaron, precisamente con algunas de las creaciones más rocambolescas e incomibles.

Y con esto entramos de lleno en drama.

Hay críticos que en su casa comen prefabricados y cuando salen a un comedor, no pueden comprender que un simple gazpacho bien hecho tiene mucho más mérito que esa pamplina con trufas que acaba de presentar Sergi Arola, porque el Tuber Melanosporum se vende ya en cualquier tienda, pero unos tomates de huerta hay que buscarlos con teleobjetivo.

Me decía un gran cocinero asturiano: “Pepe, es que Rafael García Santos me ha dicho que para mantener mi calificación en su guía, tengo que presentarle cada año diez platos radicalmente nuevos ¿Tú crees que yo puedo dedicarme a la investigación, como hace Adrià, que cierra seis meses para diseñar nuevos platos, so pena de perder puntos en una guía?”

.Y aquí abordamos la realidad ¿Qué está pasando? Pues que estos cocineritos sólo ven la fachada, ese cartel de El Bulli que sale en todos libros y revistas, pero no saben que detrás de Ferrán Adrià hubo un genio del marketing llamado Juli Soler, un montón de millones y muchos años de profesión, dirigidos hacia un objetivo concreto que nada tenía que ver con vivir de un restaurante y de un oficio.

El resultado es que miles de jóvenes están siguiendo la estela de Adrià, sin comprender que Ferrán se ha convertido en el flautista de Hamelin y muy pocos recuerdan como acababa aquel cuento, aunque muchos de ellos ya se han despeñado por el abismo.

No desprecio en absoluto a Adrià, al contrario, lo admiro, lo respeto y lo ensalzo, porque ha llevado la imagen de la cocina española a la portada del Times.

Gracias a Ferrán, España está en lo más alto del podium mundial.

Tampoco le critico por haber arrastrado tras sí a miles de chavales a la ruina, él hizo su negocio y el que haya elegido el camino de la copia, pues cargue con sus aperos.

Sólo expongo la realidad que estamos viviendo: un cocinero tiene que pensar en cómo hacer felices a sus comensales, no en lo bonita que va a salir la foto de su último plato en la revista o TV de turno.

Dentro de aquel movimiento evolutivo que supuso la Nueva Cocina, era muy frecuente ver como se caía en la extravagancia, pero era un pequeño riesgo que había que correr del mismo modo que ese artista que quiere ir a la moda y se cuelga un pendiente de brillantes para dar esa nota extravagante que roza el límite del buen gusto.

Pasándose de la raya, se llega al esperpento, como cuando Elton John se pone esas gafas romboidales con cristales de color rosa.

Hace unos días, en un menú que nos sirvió Ramón Freixa en su comedor del hotel Guadalpín, nos puso una Tempura de flores. Realmente las flores no tienen un sabor agradable, salvo excepciones como las de acacia. Poner algunos pétalos en una ensalada o una guarnición es un detalle elegante, precioso. Poner como entrada un tempura de flores, es una excentricidad, algo simpático, un divertimento. A continuación nos sirvió un caviar Beluga sobre una crema de coliflor y lo adornó con una hojita de pan de oro. El oro no tiene sabor, pero contando con que el caviar ya supera una montonera de euros, pues poner un adorno de oro, es una excentricidad, un ir más allá.

Hace algunos años, Ferrán Adrià, me sirvió una empanadilla de aceite de oliva. Aquello era un esperpento, una majadería. Según alguno de comensales, era una virguería culinaria, un malabarismo, una acrobacia casi inverosímil de realizar, pero ¿y el output? Aquello era una porquería, sobre todo teniendo en cuenta lo fácil que resulta mojar un trozo de pan en un platillo con aceite y sal y, sobre todo, lo rico que está.

Como decía Joaquín Merino en su libro Titanes de los Fogones: “… soy uno de esos hipócritas que, tras proferir unos “ohes” y “ahes” de rigor ante la tortilla deconstruída, se pregunta para qué mierdas hacía falta deconstruirla, si es tan rica la de siempre.”