José Carlos Capel
La preocupación por evitar el despilfarro de alimentos se asemeja a la
necesidad de ahorrar energía. Derrochamos lo que no tenemos o lo que otros
necesitan. Las cifras son escalofriantes. Supongo que por efecto de la crisis
el tema inquieta más que nunca a políticos y organizaciones de todo tipo,
incluida la industria de los hoteles y restaurantes. Y no paro de leer
comentarios. En España se desperdician 163 kilogramos de comida por habitante
al año, según el estudio que hace pocos meses presentó la FHER en alianza con
Unilever Food Solutions. En total 7,7 millones de toneladas, el sexto país de
Europa en el arte de derrochar comida. Terrible demérito. Alemania, la primera
en el ranking, país al que siguen Holanda, Francia, Polonia e Italia.
Según asegura el mismo informe, en los 85.000 restaurantes que hay en
España se malogran 63.000 toneladas de comida. Al parecer el 10% corresponde a
lo que dejan los clientes; el 30% se pierde en la preparación de platos y el
60% es debido a malas políticas de gestión y compra. Rutinario buffet en un desayuno de hotel. En
mis viajes por el mundo he participado en esos buffet libres (all you can eat),
en los que por un precio fijo los comensales comen a sus anchas lo que quieren.
Sucede en hoteles turísticos, en los aeropuertos, en determinados brunchs
abiertos estilo norteamericano o en los desayunos de casi todos los hoteles del
mundo. Las escenas se repiten. He visto a clientes con el desayuno incluido
abalanzarse sobre los mesones y atiborrar los platos disponibles, siempre
intencionadamente pequeños. Los llenan con dulcería, embutidos, huevos
revueltos, quesos, ahumados, bocadillos, panes, tortitas y lo que caiga. Pero
su voracidad visual suele ser superior a la capacidad de sus estómagos. Antes
de que abandonen los comedores el personal de servicio va recogiendo abundantes
sobras mordisqueadas que terminan en la basura.
Nada más lejos de mi intención que redactar una entrada moralizante. Eso
de que nos falta conciencia social lo hemos escuchado centenares de veces.
Cuando a finales de agosto estuve en el festival gastronómico de
Tiradentes, en Minas Gerais (Brasil) me llamó la atención los hábitos y medidas
de rutina que se manejan en aquel país para mermar el despilfarro de comida.
Brasil se enfrenta a una de las tasas de desperdicio más elevadas del planeta.
Me encontré por todas partes los restaurantes al peso, lugares en los que no se
paga un precio fijo sino por los gramos que cada uno escoge de las especialidades
ofrecidas. Self service s/balança,
según indica el cartel que aparece en los muros. Se paga por lo que se elige. Singular almuerzo buffet de campo en el
restaurante Tutu na Gamela, en Trevo de Tiradentes (Brasil). Las ollas de barro
colocadas al baño María contienen guisos de legumbres, estofados de carne,
arroz blanco y tubérculos. Precio fijo con la penalización de la tasa de
desperdicio. En otro restaurante rural, próximo a Tiradentes me llamó la
atención algo insólito, cobraban una tasa de desperdicio, una penalización por
los residuos en los platos. El cartel, rotulado a mano, lo deja bien claro. Y
no era el único restaurante de la zona que hacía lo mismo. Supongo que se trata
de una medida disuasoria contra los abusos. Desde entonces me he planteado mil
veces la misma pregunta: ¿Sería posible implantar algo parecido en el resto del
mundo? ¿Lo admitirían los clientes?