Ojos que no ven…
Cuando visito un restaurante, trato de
no leer críticas anteriores, más que nada para no contaminarme y tratar de
formar mi propio concepto, el que luego traspaso a mis lectores. Sin embargo
hace unos días recibí una invitación para el Zanzibar, uno de los míticos
restaurantes de BordeRío, complejo que ya cumplió catorce años de aventuras y
desventuras gastronómicas, donde pocos quedan desde sus comienzos y
constantemente hay cambios de propiedades y de gustos gastronómicos.
Uno de ellos es el Zanzibar. Creado por
Susana Schnell y su padre, fue uno de los hitos del 2000 y se ha mantenido
desde entonces. Creado bajo el lema de la comida marroquí (y de todo el sector
mediterráneo que lo rodea), ha ampliado su carta a límites inimaginables,
ofreciendo platos del Perú, Francia, Italia, Marruecos, India, Tailandia,
China, Japón y otros que se me olvidan. ¿Cómo será esa cocina?, se preguntaba
Ruperto de Nola en un artículo publicado en la revista Wikén. ¿Qué chef es
capaz de elaborar platos tan disimiles?
Bajo ese criterio, a nadie podría irle
bien. Sin embargo Susana Schnell no se queja. Según lo declarado en la revista
Tell, su terraza continua siendo uno de los must de la capital y su comedor se
repleta todas las noches. Con esos datos llegué un mediodía de la semana pasada.
Quería ver, oler, sentir, y formar mi propio juicio.
Un día de semana, pleno febrero y mucho
calor, pareciera que BordeRío no es precisamente un lugar como para almorzar. Aparte
de los garzones que se instalan en la puerta para invitar a los pocos
comensales a sus negocios, pocos curiosos caminaban por sus pasillos. La tenue
luminosidad del Zanzibar me agradó y ocupé –junto a mi anfitriona- una mesa
interior. Pan pita y dos salsas (yogurt y hummus) para un aperitivo. A ella no
se le movió ni una pestaña al percatarse que el pan no estaba fresco. -
¿Pedimos los platos?, preguntó.
Me guió por los best sellers del lugar.
Una trilogía con empanadas thai, satay y kebab al estilo indonésico, que me
parecieron respetables, aunque bastante secos. Nada que decir con la otra
entrada, un Tartar de atún y palta (8.200), bien condimentado con jengibre y
aceite de sésamo.
Los fondos, un Tagine de pollo con
limón, aceitunas verdes y azafrán y ¡merkén! (9.800), sobre una cama de cuscús
y un jarrito del jugo del pollo, de buen sabor y justificado valor; y un Pad
Thai con camarones (12.700), con una carne que nunca pude identificar y con una
prolijidad de un alumno de cuarto básico, que posiblemente vio como el chef
preparaba el plato y a él se le olvidó que era un plato “salteado”. Mal día para la comida thai.
Buenos postres. Posiblemente mejores a lo que pensaba. Un
Sabayón tibio con berries y Tarte tatin de manzana y cardamomo ($3.900 c/u) de
buena factura, acompañaron un café cuya máquina requiere urgente la visita de
un técnico, fueron el punto final a un almuerzo donde la voluntad de la
anfitriona superó la honestidad de la cocina.
Si bien tiene su público, y al parecer
bastante bueno, mi opinión va a la pérdida de identidad del diseño del restaurante
versus la oferta gastronómica. Comer causa peruana en un lugar con inspiración
marroquí no es precisamente un placer. Acá
es sería necesaria una reingeniería a la cocina y al comedor. El problema no está
sólo en el pan. Hay bastante tela que cortar. (Juantonio Eymin)