martes, 15 de diciembre de 2015

CRÓNICAS CON HISTORIA


¿CÓMO SE METIÓ EL VIEJO PASCUERO EN
NUESTRAS TRADICIONES?

Nada me parece más exótico y extraño en nuestra cultura que el “Viejo Pascuero”, nuestra alteración adaptada del tradicional San Nicolás, Santa Claus (Klaus) o Papá Noel que llegara a instalarse a América Latina desde los países del Hemisferio Norte. Inspira un poco de burla y crueldad verlos vestidos en plena transición de primavera-verano a la usanza del más frío de los inviernos. Una cadena de tiendas incluso ha colocado unos hombres de nieve plásticos en la entrada de sus locales. Allí verán a los Viejitos asándose casi hasta el infarto bajo el sol estival; cociéndose vivos con su propio sudor, dentro de trajes rojos de telas tan delgadas y frágiles como el burdo intento de simular al personaje original del invierno anglosajón lo permita, aunque nosotros debamos conformarnos con renos de cartón o palo.
Creo que ni siquiera nuestra idiosincrasia va con el tierno viejito navideño. Sentar un cabro chico en las piernas es, acá en Chile, inmediata sospecha de pedofilia. Mis padres recuerdan cómo uno de los “viejos pascueros” de la Plaza de Armas, a mediados de los setenta, se agarró a puñetes con otro Viejito del gremio porque éste le ocupó su trineo para tomarse una foto con uno de estos cabros chicos que se creen el cuento. En medio de la violenta pelea, los niños presentes estallaron en llanto al ver a dos émulos del espíritu de la Paz y el Amor en la Navidad reventándose a combos, con chuchadas y amenazas incluidas. Luego de los trajes rojos, pasaron los de trajes verdes (una pesadilla para daltónicos) y sólo entonces se recuperó el orden y se restauró el sentido de nuestra Pascua de Navidad.

El Viejo Pascuero es, de alguna manera, lo que queremos ser (más de lo que en realidad somos), como tantos reflejos de la actual ciudad. Nos encantaría tener saludables hijos rubios, de cachetes rosados y futuro asegurado, colgando calcetines alrededor de la chimenea encendida. Cuánto nos gustaría, también, tener invierno en diciembre (pero manteniendo el sol en vacaciones de verano, se entiende) y andar chupando pirulos por la calle mientras le tiramos migas a los renos, en vez de las palomas, porque la verdad es que ni a nuestro querido huemul lo podemos ver en vivo.
Los centros comerciales dan trabajo, al menos, a los actores que personifican al Viejo Pascuero en las galerías y tiendas. Otros prefieren la “cacería” de niños entusiasmados con la farsa del viejo de los regalos, asechándolos en algún rincón decorado de rojo para robarles una foto. La pagarán los papás, que son, coincidentemente, los grandes responsables de mantener el mito comercial del Viejo Pascuero pues, en este mismo cinismo, no existe atrocidad más horrorosa en la paternidad que negarle al niñito la existencia de este gafe navideño, pecado que lo convierte a uno inmediatamente en el propio Grinch. A un hijo se lo puede cachetear, alimentarlo con bolas de grasa frita y dejarlo fumar a la salida del colegio; pero confesarle la inexistencia del Viejito, equivale a robarle la niñez ¡Jo, jo, jo, Feliz Navidad!”.