martes, 13 de septiembre de 2016

BREBAJES


 
¿DÓNDE ESTÁ EL VINO CHILENO?

*Gonzalo Rojas

 

¿Qué pasa con el vino chileno hoy?
No es una pregunta meramente retórica. Por el bien de la fiesta, necesitamos saber qué está pasando con el vino chileno, aquél que por ser tan bueno, bonito y barato se convirtió en la vedette de los años noventa en el mundo, pero que hoy pareciera estar entrampado en un callejón demasiado estrecho, apretujado entre los bajos precios internacionales, los altos costos de producción, las crisis, el dólar y lo que es más complicado aún: la falta de una identidad clara.

Quizás la respuesta más razonable esté en el hecho de que el vino chileno ya casi no existe. Sepultado bajo toneladas de nuevos viñedos estandarizados, con las tres o cuatro cepas hoy más rentables en los mercados globales, y bajo el peso de tanta cuba de acero inoxidable y tanta barrica francesa, el vino chileno subsiste a medio morir saltando entre los vaivenes de la modernidad.  ¿Qué pasó? Algo muy simple: las viñas chilenas se han ido transformando en simples tomadoras de pedidos, haciendo vinos a gusto del cliente, olvidándose casi por completo de sus –otrora fieles- clientes nacionales. Ha sido así como, entre el negocio de la venta de uva, de mosto concentrado, de los vinos a granel que le meten a los chinos, de los vinos ácidos que le gustan a los ingleses y los vinos con gusto a palo que le gustan a los estadounidenses, se nos olvidó cómo eran los vinos que se tomaban en el Chile pre-moderno. ¿Tan malos eran los vinos chilenos, que hubo que borrarlos del mapa de un solo plumazo?
Hagamos un poco de historia. Hasta el siglo XIX en Chile se tomaba lo que salía de la tierra. Y se tomaba harto. En cada pueblo de la Zona Central se hacía vino – ya fuere Chicha, Chacolí, Pajarete, Cocido, Mosto, etc.- vino que gentilmente se ofrecía a los parroquianos, que se lo tomaban en medio de las ramadas y chinganas que tanto disgusto le provocaban a don Vicuña Mackenna y a las autoridades de turno. Ante tales espectáculos de “postración moral”, la oligarquía santiaguina no tuvo una mejor idea que gastarse unas cuantas chauchas en hacerse un montón de viñas igualitas a las francesas, con castillo, enólogo y todo. Y vamos adelante con el vino francés. Del País pasamos al Cabernet Sauvignon; del Moscatel al Chardonnay; del Torontel al Sauvignon Blanc; del Albillo, Mollar, Pedro Jiménez, Tempranillo y todos los cepajes existentes en Chile desde los primeros tiempos de la Conquista española, pasamos a las “cepas aristocráticas”, vale decir, a las parras y el cuento que los franceses le han vendido al mundo durante los últimos 150 años sobre cómo hay que hacer, consumir y pensar los vinos (y en ese orden). Y comenzamos a tomar vino francés; el vino “tipo”: “tipo burdeos”, “tipo champaña”, “tipo borgoña”. Quedaban buenos los vinos, en todo caso, tan buenos, que parece que a principios del siglo XX a todos se les pasó la mano, y el consumo per cápita de vinos llegó  a estar entre los más altos del mundo: sobre los 100 litros por persona al año.

De todas formas, no era mala la mezcla entre vinos coloniales y vinos afrancesados. Medio en tinajas, medio en barriles, el vino chileno fue haciéndose camino al andar. Como todo aquí: entre copia y copia, fue naciendo un producto nuevo, un vino chileno, tan chileno, que no era ni chicha ni limoná; sino todo lo contrario, una síntesis profundamente mestiza entre la gente, la tierra, las uvas y la historia. En una palabra: el paisaje.
Un abanico de sabores criollos que van desde la Chupilca de Cauquenes hasta el Pajarete del Huasco, desde el Pipeño bigoteado de que se toma en la Vega, hasta el champán Valdivieso, que hoy ya no se toma con helado de piña, sino “maridado” con frutillas (¡ojo! las frutillas van afuera de la copa, mire que si no es una vulgar borgoña espumosa)

Insisto, ¿Qué pasó? Bueno pasó, primero, que a los ingleses se les ocurrió que era chic tomar buenos vinos, y los franceses son muy caros. Los sudafricanos sonaban mal (en plena época del apartheid) y los australianos se aprovecharon y subieron los precios a finales de los ochentas. ¿Vinos argentinos? Nica, dijeron. Y bueno, ¿Qué les quedó? Los vinos chilenos. Pero había un problema; por aquellos años, Chile producía muy poco, casi no exportaba, la tecnología era atrasada, casi no se utilizaban cubas de acero ni barricas para el envejecimiento y, más encima, los vinos eran raros. ¡Si ni siquiera se sabía qué había en los campos!

Ergo, aquí está la respuesta: en menos de veinte años, las viñas chilenas se las arreglaron para hacer un maravilloso negocio: producir vinos buenos, bonitos y baratos; primeros para el mercado inglés, después para vender en EE.UU. y ahora, a China. Y vamos comprando cubas, barricas, trayendo enólogos importantes, mandando los vinos a las ferias internacionales, sobándole el lomo a los jurados (léase: gurús) internacionales, de modo que en menos de dos décadas, pasamos 1 a 100 km/h y ya a nadie le importó cómo eran los vinos que se tomaban en Chile. Lo importante era cómo comenzar a producir los vinos que le gustaban a los ingleses y los demás consumidores del primer mundo, que, claro, estaban dispuestos a pagar un mejor precio por un vino exótico de un país exótico, aunque tampoco tanto, no más de los US $3 por botella, que es el promedio actual de los vinos chilenos que se exportan.
En fin, repito la pregunta: ¿Qué pasa con el vino chileno hoy? Parece que anda de parranda. Algunos –entre los que me incluyo- dicen haberle visto divagando entre los valles transversales del Norte Chico, entre los surcos del Chile profundo, en los caminos del secano maulino, entre el Itata y el Toltén. Siempre lejos de la Panamericana, a veces recluido en los bares de mala muerte, esos que siempre tienen un perro durmiendo afuera y un hijo de vecino durmiendo adentro. ¿Y, dónde está el vino chileno? ¿A dónde se fue? La verdad, no lo sé. Pero espero, de todo corazón, que no se haya ido para siempre, junto al Chile que sí se fue cuando se nos ocurrió la mala idea de darle la espalda a nuestra propia historia, al patrimonio, al paisaje, a la gente sencilla, al campo; y cambiamos todo eso por un poco más de plata y un departamento con olor a plástico nuevo, una piscina con cloro y un detergente que saca todas las manchas.

Claro, los aromas y los sabores de los vinos chilenos ya no pegaban con un país que ahora tiene mejor pinta, y que le carga que le estén recordando majaderamente de donde viene, cuál es su origen y cuál es su historia. Ojalá los nuevos “hacedores de vino” logren revertir la batalla y regresen algún día esos vinos que hicieron patria en nuestra patria.

*Gonzalo Rojas, escritor, Licenciado en Historia, con especialización en Historia Económica, de la U. de Chile. Diplomado en Economía y Desarrollo Humano.  Autor y colaborador en diversas publicaciones especializadas. Profesor de vitivinicultura e Industria del vino en la Facultad de Economía y Negocios, U. de Chile; investigador y colaborador de Vitis Magazine, e investigador asociado del Instituto del Patrimonio, U. Central de Chile.)