DE LOCOS Y DEALERS
Esta
historia fue escrita hace diez años, cuando el loco era un recurso escaso y todos
los que se extraían de nuestras costas terminaban en Japón, algo que ya no
sucede gracias a la industrialización de esta especie típica de nuestras
costas.
Mi primer contacto con los principescos locos, cuyo horrible nombre científico es Concholepas concholepas, (“principescos” les llamo ya tienen su sangre azul gracias a una proteína llamada hemocianina), fue cuando era un pendejo en la casa de unos tíos, los cuales en un gesto de gran amistad hacia mis padres, me invitaron a almorzar y como entrada sirvieron dos gigantescos gasterópodos los cuales –un poco duros- tuve que prácticamente tragarlos ya que mis conocimientos acerca de este molusco sólo alcanzaba a visualizar en sus grandes conchas cumpliendo su papel de ceniceros en los típicos restaurantes de mi zona de origen, conchas que se colocaban sobre floridos manteles de hule, junto a una alcuza que siempre tenía un aceite algo rancio, sal húmeda que tapaba los orificios del frasquito, vinagre de vino tinto y un algo parecido a la pimienta.
Mi
ciudad natal –por así decirlo- no era muy amiga de los frutos del mar, los
cuales sólo descubrí más adelante, épocas en que no sólo aprendí a comer
mariscos, sino que supe de los malos resultados del consumo excesivo de
“pilsener”, las delicias de un vaso de vino tinto – sin cepa, ni D.O., ni menos
el año de la cosecha- y la fama de la familiar piscola.
Esos
dos primeros locos que comí se convirtieron con los años en varios cientos de
moluscos que devoré después. Lo que si me percataba era que cada día eran más
pequeños y que la prensa, lejana para mí en aquella época, comenzó a
denominarlo “recurso loco”, cuyos “dealers” eran tan buscados como los actuales
traficantes de drogas duras… y algunas blandas.
Me
acordé de esta juvenil historia gracias a la invitación que recibí de unos familiares
para pasar unos días en Coquimbo, el puerto pirata de la Cuarta Región, lugar donde
me arrebate viendo, mirando, comprando y comiendo todo lo que el mar de la zona
puede entregar a sus habitantes y turistas.
Ya
me había percatado que en todos los puestos del terminal pesquero de esa ciudad
los vendedores de pescados y mariscos se acercaban sigilosamente para decir
casi al oído “tengo locos patroncito”, frase que prácticamente escuché en casi
todos los locales donde paraba para admirar las jaibas, pejerreyes, corvinas,
albacoras y decenas de pescados y mariscos fresquísimos y “enfermos de
baratos”. Ahí comenzó mi dilema. Los locos están en extinción… si yo los compro
ayudaré a su desaparición… pero si yo no los compro, otro lo hará… todos los
ofrecen así que debe haber existencia… y entre el angelito blanco y bueno que
me decía “no compres” y el diablillo rojo y malo que decía “están grandes y blandísimos”,
luego de mucho meditar y queriendo sentir esos aromas y sabores de las casas de
antaño, ganó 12 a cero el diablillo y encargué (ya que estos moluscos se
encargan) una docena de ellos que estarían listos, apaleados y dispuestos para mí
al día siguiente.
Del
“dealer” no daré más pistas, lo único que puedo decir que cada uno de los locos
que llevé a casa de mis familiares eran de buen tamaño… no como los congelados
(que parecen dedales) que uno puede encontrar por ahí y que algunos convierten
en “chupe” para no reírse ni criticar su calibre. Estos estaban grandes y
después de su cocción quedaron igualmente grandes, por tanto, no estaban
inflados con agua, como suele suceder en algunos casos cuando el dealer no es
de confiar. Luego de cepillarlos, a la olla a presión, con la suficiente
cantidad de agua para guardar un caldo que luego contaré su destino. Un palillo
de cóctel para ir revisando su blandura y una cuchara de palo para moverlos y
dejarlos en su caldo para que se enfríen o entibien es la única receta
existente para estos gasterópodos… luego, tibios a la mesa, un par por comensal, con mayonesa hecha en
casa (otro pecado que solo se puede cometer en el propio hogar) y un par de
copas de un buen chardonnay para exclamar con certeza “un bocado de
cardenales”.
El
caldo sirvió el día siguiente para que el dueño de casa se luciera con un
risotto de locos, elaborado con los saldos de los locos (esta vez trozados) y
un arroz cocinado lentamente con varias tazas de caldo de estos moluscos (según
su receta –y se la creo- tres tazas de caldo por una de arroz). Imperdible.
Lo
único desagradable de un viaje a la cuarta región es la hora del regreso, pero
cuando escribo estos condumios y me recuerdo del “recurso loco”, prefiero no
mirarme al espejo para ver mi sonrisa de alegría y satisfacción por haber aceptado a mis parientes hacer un
tour gastronómico en la ciudad de los piratas.