martes, 7 de febrero de 2017

LOBBY MAG


LOBBY MAG.
Año XXIX,  9 al 15 de febrero, 2017
LA NOTA DE LA SEMANA: Las papas fritas
MIS APUNTES: Margó
EL REGRESO DE DON EXE: Día de Cupido
NOVEDADES: Gastón Acurio según Mario Vargas Llosa
BUENOS PALADARES: Crónicas y críticas de la prensa gastronómica

LA NOTA DE LA SEMANA




LAS PAPAS FRITAS
(La chanchada más rica del universo)
 
Mucho se ha escrito sobre los orígenes de la papa como alimento de masas: que si Pizarro la trajo a Europa (en realidad fue su lugarteniente Pedro Cieza), que si Parmentier la hizo comestible en Francia, que si Sir Raleigh la introdujo en Inglaterra, pero en verdad nada de eso tiene el menor interés, porque hasta que no se inventó la papa frita, al miserable tubérculo nadie le deba pelota.
¿A quién le debe pues la Humanidad tan inconmensurable hallazgo?

Pues a doña Matilde, a saber concubina del párroco de Villapedre a mediados del siglo XVIII, que tenía la sana costumbre de tener siempre en casa una tinaja de buen aceite de oliva de su tierra cordobesa.

Una noche que la brava Matilde no estaba para risas, cogió un par de aquellas llamadas turmas de tierra, que su prima le había traído de otras tierras, diciéndole que con hambre hasta se podían comer, y, partidas en cuatro las echó en aceite hirviendo, diciendo para sí: “A ver si revientas de una vez, párroco de mal agüero.”

Pero el curita, a quién le habían dicho que el arzobispo gallego estaba por la labor de cobrar diezmos por aquella extraña trufa blanca, se le pusieron los ojos blancos, y lejos de reventar, le dijo a su manceba: “Mati -así la llamaba en la intimidad del hogar-, desde hoy esta cenita la quiero todas las noches”.

Dicen que poco después acertó a pasar por allí el legendario gastrónomo Candelucus, que volvía de la fiesta que habían dado los muchachos en el patíbulo parisino en honor de Luis XVI y su esposa María Antonieta y, al probar aquel manjar se sorprendió, pero como buen gallego, guardó el secreto para sacarle partido en mejor momento.

Al parecer fue años después cuando, en una noche de aguardiente, se lo dijo a su compañero de juegos de salón Antoine Augustin Parmentier, y aunque este hizo la prueba con mantequilla, el éxito fue tal, que la faz del mundo cambió. Desde entonces y a galaxias de distancia, el planeta Tierra huele a papas fritas.

Por ellas los hombres luchan y mueren, y desde Alaska hasta Tasmania, en cualquier boliche del mundo por apartado que esté, siempre habrá un plato de papas fritas con el fin de consolar al más miserable trotamundos.

No se crean que hacerlas es tarea fácil, porque desde que se inventaron las freidoras y el aceite de maravilla, conseguir un plato de buenas papas fritas es más difícil que un buen foie gras al Armagnac. Desde estas páginas reivindico su nobleza y protagonismo.

 

MIS APUNTES


 
MARGÓ
Lo nuevo del Distrito del Lujo
Está de moda y se nota. A pesar de los 36 grados que soportaban los capitalinos un viernes de enero, lamentando la falta de aire acondicionado y con un ambiente infernal, muchos visitantes del Parque Arauco preferían este moderno – y lindo- comedor ubicado en el ingreso del Distrito del Lujo.

No fue el mejor día ni la mejor hora. Comer es un acto que sobrepasa al gusto o sabor ya que están involucrados todos los sentidos. Aun así -a pesar de los inconvenientes- fue posible conocer parte de la oferta gastronómica del lugar que maneja el chef  Pedro Salazar, conocido por su gran labor efectuada en el hotel Corralco, uno de los centros de esquí más exclusivos de la región de la Araucanía.

Margo es amplio, generoso en sus espacios y muy acogedor. Una experiencia integral que traspasa la cocina del restaurante ya que la arquitectura y ambientación no deja a nadie indiferente. De propiedad de tres hermanas-María Jesús, Teresa y Elisa Gutiérrez- que junto a otros empresarios capitalistas, este segundo Margó (el primero abrió el año 2013 en La Dehesa) cuenta con comedores espaciosos y con una gran cocina a la vista que se convierte en la protagonista del lugar, además de dos grandes terrazas donde se conjuga mucho el fierro, paredes decoradas con vajilla enlozada y caminos con olivos que le dan un toque moderno y muy acogedor. Todo esto a cargo del arquitecto Martín Lira, el decorador Enrique Concha y de las paisajistas Josefina y Pía Passalacqua.

En este ambiente especial, el chef Salazar vuelve a brillar sobre todo en las preparaciones calientes. Sus risottos son de antología y bien vale tenerlos en cuenta cuando el lector visite este restaurante. Hay una concepción moderna en la cocina y una carta de especialidades que no cansa a los habitués del lugar. Excelente materia prima y siguiendo la tendencia actual de ofrecer alternativas para los vegetarianos, incorporaron algunas recetas para este nicho creciente de “no carnívoros”, que se suma  a una carta para niños, otro target de la población que es de gran importancia para la realidad de los restaurantes actuales.

Con un buen bar y una generosa carta de vinos, aun no logran adecuar bien la temperatura de servicio de cócteles y vinos. Aun así, una batería de mozos y ayudantes están atentos a los requerimientos de los clientes, que colman todos los espacios del Margó día y noche.

Un estreno auspicioso. (Juantonio Eymin)

Margó: Distrito de Lujo de Parque Arauco, Local 463. Av. Kennedy 5413, Las Condes / 23262 6507

EL REGRESO DE DON EXE


 
DÍA DE CUPIDO

Parece que los incendios y cagadas que están quedando en el sur aun no finalizan y mi pobre paquita continúa en la zona colaborando con todo y sólo se acordó del día del amor cuando la llamé por teléfono para darle un beso desde la distancia. Ella estaba asignada en Tomé y agradeciendo mi llamada me informó que regresaría a la capital a fin de mes. Yo, pasando unos días en Coquimbo, tierra de piratas, me tranquilicé pensando que aún tengo algunos días de descanso y, a pesar de estar solo, de un placer inconmensurable.

Pero era 14 de febrero. Día de los enamorados. Parejas y más parejas haciéndose añuñucos en la playa y en las veredas me puso nostálgico. Salir a algún lugar sin compañía alguna sería algo tirado de las mechas. Las reservas en los restaurantes eran –obvio- para dos y yo, como un dedo, no podía quebrar las normas que se imponen para el día de los enamorados.

¿Qué hacer? ¿Quedarme viendo teleseries bíblicas en la TV? ¿Caminar por la playa como alma en pena? ¿Poner en el DVD por decimoquinta vez los Puentes de Madison? ¡No señor! Este veterano tiene orgullo y prestancia. Mi hijo, bienamado él, me había pasado cincuenta luquitas para alguna eventualidad durante mis vacaciones. “Sólo para emergencias”, me había advertido. Yo, algo corto de fondos, aún tenía vírgenes esos azules billetes que con la imagen de Arturo Prat en su verso y la hacienda San Agustín del Puñual en su reverso, me otorgaban la posibilidad de que algo urgente me hiciera recurrir a esos fondos de emergencia y este día era el preciso.

¿Qué hace un tipo solo, en un lugar desconocido y que no ubica a nadie? ¿Qué hace Exe aburrido y con tal sólo mirar a las parejas besuqueándose y haciéndose arrumacos le da una morriña de miedo?

Parte al casino.

Y no a comer ni nada por el estilo. A jugar. Las luquitas para las eventualidades me brindarían –bien administradas- un par de horas de placer ludópata y con suerte algunos dividendos. Entrando al templo del vicio coquimbano me deslumbré con las bellas de siempre y sus pechuguitas casi al aire. Era como el festival de la silicona. Me senté en el bar de la sala de juegos y pedí un pisco sour –intomable- mientras me soslayaba con las bellas (y no tanto) que inundaban el sector. Mientras, pensaba si las lucas que me había pasado mi primogénito las gastaría en las máquinas o en la ruleta. De partida, apague mi celular por si llamaba Sofía para que no sintiera el ruido de las máquinas. Pagué, con oro, el sour con limón oxidado y tras quedarme tranquilo después de haber visto una gran colección de jeans y poleritas ajustadas, partí a las máquinas.

Las primeras diez luquitas de Joaquincito se fueron a las arcas de Enjoy en menos tiempo de lo que dura el canto de un gallo. “Es el amor”, reflexioné. “Buena suerte en el juego, mala suerte en el amor” dicen por ahí. Mi paquita debe estar a estas horas durmiendo y soñando conmigo. Ahí apareció mi ángel malo que me decía que ella estaba jugando lo mismo en el casino de Talcahuano… y que ganaba y ganaba. O sea, ella tenía buena suerte en el juego. ¿Y yo?

Decidí entonces cambiar de tragamonedas y tratar de ganar un par de pesos en otra. La suerte no estaba a mi favor. Diez lucas malgastadas eran por lo menos un buen congrio colorado o tres palometas de buen tamaño. Incluso un vinacho podría haber comprado. Pero la idea (mientras más viejo, más ideas erróneas), era ganarle al casino. Además, a esa hora, muchos y muchas estarían ya “en otra”, mientras este veterano, solo y triste, trataba de pasar en forma más agradable el día del amor.

Tenía ganas de tomar un trago de verdad. Mi acalorada mente comenzó a pensar cuál es el bebestible que sirvan puro- y en origen- en la barra, llegando a la conclusión que un vodka -a la vena- era lo indicado. Ahí no hay intervención humana. Así que antes de seguir apostando –y perdiendo- pedí un martini (en vodka) con apenas un zeste de limón. Trago en mano y haciendo malabares para esquivar a los mirones de siempre, comencé a recorrer los pasillos por si alguna maquiavélica máquina me llamaba a jugar.

Aterricé en un tragamonedas desconocido. Me gustó ya que en vez de números o imágenes, la clave era “bar”. Me sentí como en casa y comencé a jugar. Mientras más “bar” más puntos ganaba. Pero a mí me salían sietes y campanitas. De pronto, pareciera que un ángel jugador, ludópata y arrepentido, se acordó de mí y cinco “sietes” se alinearon en una columna. La máquina, febril y gritona, comenzó a gemir y hasta ladrar. Sonaban campanas y se iluminaban luciérnagas, luces, cantos y sonidos extraños salían del interior de la máquina. Apuré mi vodka mientras la tragabilletes hacía sus cálculos. Luego… silencio. Mi enamorada máquina había tenido un orgasmo de puntos y me los ofrecía gentilmente en el día de Cupido.

Recuperé los billetes azules que estaban para emergencias. Más aún. Cancelé con las utilidades los bebestibles que había consumido. En resumen, tarde ya, deduje que había gastado parte de lo que me queda de vida jugando al azar. Es como la vida, reflexioné. Se gana y se pierde. La diosa fortuna esta vez se acordó de mí y decidió que me fuera del casino invicto y con los fondos “de emergencia” en el bolsillo.

Salí de Enjoy sin ganas de regresar. El juego no es de mi predilección. Ojalá el próximo 14 de febrero -el 2018- Sofía me acompañe. Iríamos a cenar y a beber una copa de vino a la luz de la luna. (A no ser que a ella se le ocurra ir a probar suerte al bendito casino).

Exequiel Quintanilla

REMASTERIZADOS


 
GASTÓN ACURIO
 
SEGÚN MARIO VARGAS LLOSA
 
A comienzos de los años setenta, en una casa limeña situada en el límite mismo de dos barrios, San Isidro y Lince, donde se codeaban la pituquería y el pueblo, un niño de pocos años solía meterse a la cocina para escapar de sus cuatro hermanas mayores y los galanes que venían a visitarlas. La cocinera le había tomado cariño y lo dejaba poner los ojos, y a veces meter la mano, en los guisos que preparaba. Un día la dueña de casa descubrió que su único hijo varón —el pequeño Gastón— había aprendido a cocinar y que se gastaba las propinas corriendo al almacén Súper Epsa de la esquina a comprar calamares y otros alimentos que no figuraban en la dieta casera para experimentar con ellos.

El niño se llamaba Gastón Acurio, como su padre, un ingeniero y político que fue siempre colaborador cercano de Fernando Belaunde Terry. Alentado por su madre, el niño siguió pasando buena parte de su niñez y su adolescencia en la cocina, mientras terminaba el colegio y comenzaba en la Universidad Católica sus estudios de abogado. Ambos ocultaron al papá esta afición precoz del joven Gastón, que, acaso, el pater familias hubiera encontrado inusitada y poco viril.

El año 1987 Gastón Acurio fue a España, a seguir sus estudios de derecho en la Complutense. Sacaba buenas notas pero olvidaba todas las leyes que estudiaba después de los exámenes y lo que leía con amor no eran tratados jurídicos sino libros de cocina. El ejemplo y la leyenda de Juan María Arzak lo deslumbraron. Entonces, un buen día, comprendiendo que no podía seguir fingiendo más, decidió confesarle a su padre la verdad.

Gastón Acurio papá, un buen amigo mío, descubrió así, en un almuerzo con el hijo al que había ido a visitar a Madrid y al que creía enrumbado definitivamente hacia la abogacía, que a Gastón-hijo no solo no le gustaba el derecho, sino que, horror de horrores, ¡soñaba con ser cocinero! Él reconoce que su sorpresa fue monumental y yo estoy seguro de que perdió el habla y hasta se le descolgó la mandíbula de la impresión. En ese tiempo, en el Perú se creía que la cocina podía ser una afición, pero no una profesión de señoritos.

Sin embargo, hombre inteligente, terminó por inclinarse ante la vocación de su hijo, y le firmó un cheque, para que se fuera a París, a completar su formación en el Cordon Bleu. Nunca se arrepentiría y hoy debe ser, sin duda, uno de los padres más orgullosos del mundo por la formidable trayectoria de su heredero.

Gastón estuvo dos años en el Cordon Bleu y allí conoció a una muchacha francesa, de origen alemán, Astrid, que, al igual que él, había abandonado sus estudios universitarios —ella, de Medicina— para dedicarse de lleno a la cocina (principalmente, la pastelería). Estaban hechos el uno para el otro y era inevitable que se enamoraran y casaran.

Después de terminar sus estudios y hacer prácticas por algún tiempo en restaurantes europeos, se instalaron en el Perú y abrieron su primer restaurante, Astrid y Gastón, el 14 de julio de 1994, con 45 mil dólares prestados entre parientes cercanos y lejanos. El éxito fue casi inmediato y, quince años después, Astrid y Gastón exhibe sus exquisitas versiones de la cocina peruana, además de Lima, en Buenos Aires, Santiago, Quito, Bogotá, Caracas, Panamá, México y Madrid.

En estos restaurantes la tradicional comida peruana es el punto de partida pero no de llegada: ha sido depurada y enriquecida con toques personales que la sutilizan y adaptan a las exigencias de la vida moderna, a las circunstancias y oportunidades de la actualidad, sin traicionar sus orígenes pero, también, sin renunciar por ello a la invención y a la renovación.

Otra variante del genio gastronómico de Gastón Acurio es La Mar, un restaurante menos elaborado y formal, más cercano a los sabores genuinos de la cocina popular, que, al igual que Astrid y Gastón, después de triunfar en el Perú, tiene ya una feliz existencia en siete países extranjeros.

Y, como si esto fuera poco, han surgido en los últimos años otras cadenas, cada una de ellas con una personalidad propia y que desarrolla y promueve una rama o especialidad del frondoso recetario nacional, Tanta, Panchita, Pasquale Hermanos, la juguería peruana, La Pepa y —el último invento por ahora— Chicha, en ciudades del interior dotadas de una comida regional propia, a la que estos restaurantes quieren dignificar y promover. En el año de 2008 la cifra de ventas del complejo fue de 60 millones de dólares.

Pero el éxito de Gastón Acurio no puede medirse en dinero, aunque es de justicia decir de él que su talento como empresario y promotor es equivalente al que despliega ante las ollas y los fogones. Su hazaña es social y cultural. Nadie ha hecho tanto como él para que el mundo vaya descubriendo que el Perú, un país que tiene tantas carencias y limitaciones, goza de una de las cocinas más variadas, inventivas y refinadas del mundo, que puede competir sin complejos con las más afamadas, como la china y la francesa. (¿A qué se debe este fenómeno? Yo creo que a la larga tradición autoritaria del Perú: la cocina era uno de los pocos quehaceres en que los peruanos podían dar rienda suelta a su creatividad y libertad sin riesgo alguno).

En buena parte es culpa de Gastón Acurio que hoy los jóvenes peruanos de ambos sexos sueñen con ser chefs como antes soñaban con ser psicólogos, y antes economistas, y antes arquitectos. Ser cocinero se ha vuelto prestigioso, una vocación bendecida incluso por la frivolidad. Y por eso, pese a la crisis, en Lima se inauguran todo el tiempo nuevos restaurantes y las academias e institutos de alta cocina proliferan.

Si alguien me hubiera dicho hace algunos años que un día iba a ver organizarse en el extranjero “viajes turísticos gastronómicos” al Perú, no lo hubiera creído. Pero ha ocurrido y sospecho que los chupes de camarones, los piqueos, la causa, las pachamancas, los cebiches, el lomito saltado, el ají de gallina, los picarones, el suspiro a la limeña, etcétera, traen ahora al país tantos turistas como los palacios coloniales y prehispánicos del Cusco y las piedras de Machu Picchu. La casa-laboratorio que tiene Gastón Acurio en Barranco, donde explora, investiga, fantasea y discute nuevos proyectos con sus colaboradores, ha adquirido un renombre mítico y la vienen a visitar chefs y críticos de medio mundo.

Gracias a Gastón Acurio los peruanos han aprendido a apreciar en todo lo que vale la riqueza gastronómica de su tierra. Él tiene un programa televisivo en el que, desde hace cinco años, visita cada semana un restaurante distinto, para mostrar lo que hay en él de original y de diverso en materia de menú. De este modo ha ido revelando la increíble diversidad de recetas, variantes, innovaciones y creaciones de que está hecha la cocina peruana.

Cómo se da tiempo para hacer tantas cosas (y todas bien) es un misterio. Su programa “Aventura Culinaria” ha servido, entre otras cosas, para que se sepa que, además de Gastón Acurio, hay en el Perú de hoy otros chefs tan inspirados como él. Esa generosidad y espíritu ancho no es frecuente entre los empresarios, ni en el Perú, ni en ninguna otra parte.

Si en Astrid y Gastón, La Mar o cualquiera de los otros restaurantes de la familia, usted se siente mejor atendido que en otras partes, no se sorprenda. Los camareros de Gastón Acurio —juro que esto no es invención de novelista—siguen cursos de inglés, francés y japonés, y toman clases de teatro, de mimo y de danza. Si después de recibir este entrenamiento deciden buscarse otro trabajo, “mejor para ellos”, dice Acurio. “Esa es la idea, justamente”.

El éxito no lo ha mareado. Es sencillo, pragmático, vacunado contra el pesimismo, y, como goza tanto con lo que hace, resulta estimulante escucharlo hablar de sus proyectos y sueños. No tiene tiempo para envidias y su entusiasmo febril es contagioso. Si hubiera un centenar de empresarios y creadores como Gastón Acurio, el Perú hubiera dejado atrás el subdesarrollo hacía rato. (Marzo 2009)

BUENOS PALADARES


CRÓNICAS Y CRÍTICAS
DE LA PRENSA GASTRONÓMICA

LAS ÚLTIMAS NOTICIAS
RODOLFO GAMBETTI
(FEBRERO) LA SANGUCHERA DEL BARRIO (Costanera Center, piso 5): “…rebautizado como “Luco Pituco” ahora va en marraqueta, con filete, mayo, mostaza y chanco, y es uno de los 17 emparedados del arsenal de La Sanguchera del Barrio, de los mismos operadores de las franquicias de La Mar, Astrid y Gastón y Tanta, entre otros. Todos a $5.990, con papas fritas, horneadas o verduritas gratis. Agréguele el aire fresco del quinto nivel del Costanera Center, la amplitud del mall y el fácil acceso desde cualquier punto cardinal, y verá por qué está siempre a full. Además su diseño es bien amigable.”  “¿Otras novedades? El rico “chicharrón crujiente”: hay que explicar que los peruanos llaman así a una carne que se ha desgrasado con calor. Peruanamente lleva camote frito, salsa criolla (cebolla y limón) y hierbabuena. Una sorpresa si no conoce este secreto.  Y otro es el “pescado tempurón”, en pan frica, con pescado tempura, o sea frito a lo japonés en harina muy fría. No hay problema con la carta: está impresa como individual, en papel, y puede llevárselo para repasar la oferta.”

WIKÉN
ESTEBAN CABEZAS
(FEBRERO) BAR NACIONAL EL BOSQUE (El Bosque Norte 40 / 223359400): “La atención es a la antigua, informada y con prohombres que se peinan con la carta. Aparte de la carta impresa, hay otros platos recomendados en la misma línea muy criolla. En esta ocasión, con mucha hambre, se optó por el ya mentado caldo (Gallo Nacional, $5.900), aparte de un generoso plato de porotos con mazamorra con unos trozos de mechada ($6.900), como deben ser, con su pebrecito apuntalando.” “Para evadir lo obvio, que era irse por el arrollado o la lengua, se testearon unos fetuccine con pesto ($6.400) que se empinaban sobre lo correcto, hechos al dente, muy bien. Y, nuevamente con el afán explorador, se llegó a un pastel de jaiba ($6.900), el que usualmente está cargado al pan o al queso y que, en esta ocasión, exhibía generosos trocitos del bicho y una textura equilibrada. Para repetírselo.”

WIKÉN
RUPERTO DE NOLA
(FEBRERO) SANTO PEZ (Al interior de Marbella, en la ruta a Maitencillo y Cachagua): “… se trata, en el fondo, del Club House de Marbella, abierto al público, al mando de Eduardo Danemann, que lleva allí algunos años.” “La cocina tiene cierto refinamiento en su misma sencillez: no hay grandes novedades (¿quién las quiere?). O sea, agradable yantar, que conserva algunas buenas tradiciones, como la de las empanadas de mariscos; no las empanadas de queso con adición de mariscos, sino de pino de mariscos, que fueron las que conocimos en Chile hasta hace unos pocos años. Y las pedimos, y fueron buenas (y además pedimos las otras, las con queso, menos buenas).” “Catamos un Atún soberbio ($10.800) muy presentable: sellado a punto y empanizado con pistachos y cascaronas semillas de cilantro, hubiera quedado mejor sin estas, que se muelen y dejan sus cascaritas entre los dientes. Defecto de concepción. Venía en estado yacente sobre unas papas a la huancaína, cosa desacostumbrada, pero nada mala. Traía también una poco elocuente minucia de guacamole con melón: en realidad, picadillo de palta, tomate y fruta. Ahora, la huancaína nos pareció demasiado lisa: la auténtica es un poco más gruesecita, por las galletas que lleva, y un poco más picante. Pero, en fin...”